Evidentemente, Dios no existe.

Es curioso que seamos capaces de creer a nuestro cuñado o al vecino del quinto cuando nos dice que la tierra es plana o que la pandemia es un montaje de Bill Gates, sin siquiera preguntarnos en qué se basa, y sin averiguar quién lo suscribe, y sin embargo miramos a otro lado cuando la ciencia y sus divulgadores nos presentan la realidad más fiable, basada en estudios empíricos demostrados mediante un método científico, que más o menos preciso, nos dirige hacia la hipótesis más verosímil. Leí hace no mucho que es sorprendentemente más fácil creer las mentiras que las verdades, quizá sea porque al no preguntarnos el origen, nuestra mente se decanta por lo que nos apetece creer o nos resulta más atractivo.

Cualquiera que piense un poco se da cuenta de que cualquier historia relacionada con la religión es poco verosímil. El problema es que pensar no es el fuerte del que cree en cualquier historia inverosímil sin preguntarse cómo puede ser verdad. Preferimos enquistarnos en la tradición, o en lo que piensa nuestro entorno más cercano, o en el dogma ciego (lo dice la biblia, está escrito, o siempre ha sido así). Nos dicen en algunos casos que no hay que entenderlo de forma literal, sino que su sentido es metafórico. Díganselo a los millones y millones de personas que sin captar la metáfora, se creen a pies juntillas que de una costilla de Adán salió Eva, que la virgen María concibió sin ayuda masculina (¿sería partenogenética?), o que Jesús resucitó sin más o que él mismo resucitaba a otros, por no hablar de cielos e infiernos. ¿De verdad es posible creer en estas cosas sin ningún fundamento científico?